sábado, 20 de agosto de 2016

¿Hay algo que funcione en este país?

Francisco Delgado
Este título parece una pregunta demasiado radical o exagerada, propia de un momento de enfado pasajero, pero si analizamos sin apasionamiento las instituciones con las que un ciudadano medio mantiene en alguna etapa o momento  de su vida intercambios obligados, nos encontramos con el siguiente panorama actual. Primero hagamos una pequeña lista de instituciones, servicios o elementos importantes o necesarios: las enseñanzas básicas, medias o universitarias, la sanidad en sus múltiples niveles, la vivienda, la electricidad, la telefonía, el  agua, el aire, la cultura, la televisión, la prensa, la banca, los trasportes públicos, la bolsa, etc.
Pues bien, repasando una a una las instituciones, organismos o empresas encargadas de la gestión de estos campos nos encontramos con la desolación:
El nivel medio escolar es bajísimo en la población general (y el nivel de fracaso escolar altísimo); las universidades españolas están en los últimos niveles de las listas internacionales de calidad (salvo alguna excepción), la sanidad pública va de mal en peor, con listas de espera para intervenciones o pruebas diagnósticas cada vez más largas.
En el capítulo de la vivienda hay una inflación en la construcción tan enorme que el consumidor medio (hablo del ciudadano de clase media) que quiera comprar una vivienda aún, después de varios años de crisis, la encuentra cara, y si quiere vender una de su propiedad “lo tiene crudo”; y si es  propietario y quiere alquilar alguna, se encontrará con tantos problemas por parte de los inquilinos, que los disgustos no le compensarán los flacos beneficios.
El español medio que no haya tenido algún problema o malentendido como cliente con las empresas eléctricas (Iberdrola, Endesa…) o telefónicas (Telefónica, Orange, Vodafone…) se puede considerar una “rara avis”, una insólita excepción. El español que ame la cultura lo tiene difícil con el nivel que le ofrecen los medios públicos (sobre todo con las televisiones públicas y privadas) y lo mismo le pasará con su deseo de información objetiva: últimamente la prensa española ha sido calificada como una de las menos veraces del mundo. ¿Y si tiene en estos momentos unos ahorrillos de su trabajo de años? ¿Qué puede hacer con ellos? ¿Meterlos en un banco? Mal asunto: si no ha sido uno de los miles estafados por preferentes u otros engaños, lo menos que le puede pasar es que contemple cómo sus pequeños ahorros van disminuyendo mes a mes. Y no digamos si este pequeño ahorrador es “valiente” y le gusta invertir un poquito en bolsa: irá de sobresalto en sobresalto,
¿Qué queda en suelo patrio que funcione adecuadamente? ¿Los trasportes públicos? Algunos sí y otros no. ¿La calidad del aire? Cada vez peor en las ciudades; hasta los pájaros comunes están desapareciendo de ellas por la contaminación. ¿El agua? Cada vez más cara y escasa; hay ríos que eran grandes y ricos (el Duero, el Tajo, el Guadiana) y actualmente están o contaminados o con caudales medio secos.
Si el nuevo gobierno, que todos esperamos con ansiedad, se pone como objetivo intentar arreglar el caos con el que convivimos, necesitará no ya dos legislaturas, sino varias décadas de gobierno, para que su trabajo se notara.

Sin embargo, como dice mi vecino “¡que viva el optimismo!”.

Versión de mis palabras en el Foro Patmos II.

José Gabriel Barrenechea.

Vengo aquí como un progresista y como un luchador por la Sociedad Abierta, esa que solo se construirá cuando adoptemos como principio básico la siguiente idea de Marco Tulio Cicerón: “Mi consciencia tiene para mi más peso que la opinión de todo el  mundo”, y como cubano, o lo que es lo mismo, como heredero de la tradición más progresista al sur del río Bravo. Porque para quien no lo sabe, en primer lugar por culpa de nuestro sistema nacional de educación, que lo oculta, fue en esta Isla donde primero hubo voto universal para todos los hombres mayores de edad (1901), donde primero se aprobó el derecho al divorcio (1918), donde primero las mujeres alcanzaron con sus luchas el derecho al sufragio (1928), y donde primero lo ejercieron (1935).
Vengo, por tanto, a defender esa tradición que me permite mirarle a los ojos y tratar de igual a igual a los herederos de cualquier otra tradición nacional.
Aclaro, para entrar en materia, que salvo uno o dos desequilibrados, entre ellos a quienes su insana preocupación por el fanatismo contrario los lleva a convertirse también en fanáticos del contra-fanatismo, no existe el material para constituir una sanguinaria “V Internacional del Aborto”. Existen, eso sí, quienes defendemos el derecho de la mujer a decidir si está preparada o no para la maternidad, mientras el feto no pueda vivir independientemente de ella, en mi caso particular por oponerme a que la concepción, o el desarrollo del feto, pueda ser sacado del marco familiar para ser cedido a cualquier otra institución, estatal o no.
Aclaro también, que en mi caso particular, al no tener a los derechos como inalienables, sino como resultado de los más profundos consensos al interior de la sociedad humana, sería incluso capaz de acatar la implantación de una fuerte ley antiabortista. Pero claro, ese sería yo, un hombre, que nunca me veré en el trance de un embarazo, o lo que es lo mismo, de albergar en mi interior un ser que no pueda vivir sin mí.
Como todos los que componemos esta mesa, por cierto.
La cuestión puede parecer de simple solución, en apariencias. Solo tenemos que determinar en qué momento exacto comienza una vida humana y todo quedará resuelto. Mas, ¿cómo hacerlo?
Lo primero que nos salta a la vista es que no tenemos una definición de vida que nos satisfaga a todos; existiendo muchos que ni tan siquiera poseemos una definición positiva. No compartimos aun ni la creencia en algunas características en apariencias incuestionables. Ni tan siquiera en su irrepetibilidad, como lo demuestra la obstinación de algunos en no buscar respuestas por sí mismos, sino en tomarlas de instituciones que los amparen con toda su retahíla de normas, convenciones, visiones y respuestas estandarizadas (porque la producción de respuestas estandarizadas es muy anterior a fordismos y taylorismos).
Para algunos la vida humana comienza con la fecundación del óvulo por el espermatozoide. Para otros, todavía más radicales, si nos fijamos en su repulsión extrema a un “pecado” al que le han puesto hasta nombre, onanismo, parece acontecer incluso antes y estar relacionado por sobre todo con el padre más que con la madre. Para muchos, y escúchese bien la frase que nos viene del más remoto pasado, “cuando se da a luz”, o lo que es lo mismo, a partir del momento en que el hijo puede vivir sin la madre, y bajo la custodia de cualquier otra cosa, incluyendo una manada de lobos. Pero es que hay incluso más distinciones que nos separan: algunos relacionan ese inicio con un soplo divino, o con la asignación de un alma, mientras otros con un proceso natural…
¿Qué hacer entonces? Tenemos dos posibilidades:
Primera: Decidir que no podemos dejar que se viole nuestra particular idea de lo justo, radicalizarnos, clamar que no es  humano ceder “ni un tantico así, nada”, y llamar a la degollina de íncubos y súcubos, o sea, de los abortistas y su “V Internacional” (un nuevo fantasma recorre al mundo…)
Porque ya que nos creemos depositarios del criterio de lo justo, nos resultará imposible transar.
Segunda: Aceptar que yo no puedo imponerle a los demás mi idea de lo justo, por más que crea que dicha idea me la ha puesto Dios en la cabeza, de quien al parecer yo tengo la exclusiva, y que en consecuencia la solución solo puede surgir de un consenso libremente alcanzado.
Vivimos en sociedades altamente complejas y plurales. Sociedades que gracias precisamente a esa complejidad y pluralidad permiten la sobrevivencia de cantidades de vidas humanas que llenarían de estupor a cualquiera ocho generaciones atrás.
La sociedad contemporánea, con todo y su fragmentación (la ciencia, por ejemplo, no puede ser subordinada a la religión, ni viceversa); con todo y su establecimiento de relaciones muy distintas a las solidarias por instinto preponderantes en órdenes no extensos, ha permitido la gran explosión demográfica humana que vivimos desde hace 3 siglos, y que en el fondo no es otra cosa que la multiplicación de las vidas potenciales que se convierten en reales.
La sociedad contemporánea, u occidental moderna, podrá parecernos todo lo despiadada, lo poco afín a la solidaridad sentimentaloide de telenovela mexicana que ocupa como una atmósfera la personalidad, o el alma, de muchos de nosotros, pero solo esa sociedad ha permitido cuadruplicar la esperanza de vida (en Francia, uno de los lugares más salubres del mundo a fines del siglo XVII rondaba los 21 años) y rebajar en cincuenta la mortalidad infantil (en esa misma época la mortalidad frisaba allí el 300 por mil; siendo en el caso de las familias reales de toda Europa del 250 por mil.)
Y en este tipo de sociedad, la mujer ha conseguido los mismos derechos que el hombre, tanto a tener una vida propia, una realización personal, como a participar en la toma de decisiones.
Ante este problema del aborto, por tanto, solo cabe que consensuemos democráticamente una solución. O lo que es lo mismo, que más que aceptar como válido lo que sostenga una mayoría, seamos capaces de también tener en cuenta los reclamos de la minoría. Aunque en el balance final de los acuerdos sus aportes también sean minoritarios.
Este problema, por lo tanto, como el del racismo que hoy tanto se aparenta discutir en este país (desde incorrectos supuestos), necesitan de una sociedad que sea capaz de consensuar  democráticamente su legislación. En definitiva de un Estado Democrático de Derecho.
No existe otra solución. Cualquier otro subterfugio no será más que la imposición de un grupo sobre los demás. Imposición a la fuerza y no consensuada. Lo que en nuestro caso quizás no nos conduzca a una guerra civil, pero si a la multiplicación de los abortos ilegales, léase abortos que quedarán fuera del escrutinio público, al infanticidio, o a la proliferación de los niños no deseados, que vivirán infiernos y no infancias.
Pero además creará un precedente peligroso para el Estado de Derecho, si ya existe, o entorpecerá su establecimiento, si no.
Por eso, ahora que desde el poder en este país planean resolver el problema demográfico no mediante un real programa económico que pretenda hacer próspera a la Isla, para así motivar a tanto que no se atreven a tener hijos por nuestras tantas carencias, sino mediante una gradual prohibición del aborto, deseo advertir a cualquier institución religiosa: Pactar con un estado no democrático, pasar por encima de la voluntad popular, para en definitiva coartarle a la mayoría su derecho a consensuarse su legislación, es en definitiva una victoria harto peligrosa. Además de que fortalece a quienes hoy aplastan los derechos de sus oponentes eventuales, capacitándolos para mañana aplastar las de esas mismas instituciones religiosas, abre en un final las puertas a dos posibilidades en verdad aterradoras:
Primera: Al re-establecimiento de una sociedad pre-pluralista, pre-occidental moderna, con sus intrínsecas altísimas tasas de mortalidad infantil, y bajísimas expectativas de vida, y por lo tanto con el crecido número de vidas potenciales que ya nunca podrán concretarse.

Segundo: Al establecimiento de una sociedad como la descrita por Aldous Huxley en su Un Mundo Feliz. Una sociedad en que es verdad, los niños “in vitro” ya no necesitan de madres para su desarrollo, y por lo tanto en la que ya no tendremos que preocuparnos por posibles conflictos de derechos entre el feto y la madre. Pero a cambio, nada menos, que de permitir la asunción por el estado de la más absoluta potestad sobre los individuos: la de concebirlos.

Aquellos maravillosos años setenta.

José Gabriel Barrenechea.

Hace ya cosa de un mes unos amigos fantaseábamos en el Café Literario de Santa Clara sobre la época en que nos habría gustado venir al mundo. Sin vacilar respondí que no podía estar más conforme con el momento en que me tocó nacer, pero que a su vez, si es cierto que tras la muerte vamos a dar a la Eternidad, preferiría encontrar allí a Dios en pantalones de campana, rigiendo unos imperecederos años setentas.
¿Nostalgia de una niñez feliz?
Los setentas no solo son algo así como mi utopía actual, sino también una época en que estas me lo llenaban todo. Aquellos días tienen para mí por sobre todo el fuerte influjo de los discursos utopistas de mi Viejo, por entonces solo en camino de la vejez. Recuerdo nuestros paseos de atardecer: En ese fugaz cambio nuestro de la luz a la sombra me armaba mundos maravillosos por venir, sociedades de la ciencia, la claridad y el orden, el predominio de la razón y el diálogo, mientras que de los televisores de las casas nos llegaban las siempre futuristas notas de Tubular Bell, que alguien allá en La Habana había escogido como tema musical para un programa sobre la historia y en general la cultura humana (Escriba y Lea).
Era, claro está, la muy particular interpretación de mi Viejo de la pretendida futura sociedad comunista, pero que, raro en aquellos años de desbocado culto a su personalidad, nunca incluyó ninguna referencia al Comandante. De quien más tarde he adivinado que mi padre siempre tuvo sus reservas, quizás desde los mismos primeros años de una Revolución a la que no obstante se dedicó en cuerpo y alma. Y es que la estatua de medio kilómetro de altura que Fidel Castro siempre ha soñado le levantarían en el Comunismo los pueblos agradecidos, no estuvo nunca incluida en la  imagen que de aquella sociedad mi padre me armó en la cabeza.
Con toda esa sensación de confianza en el futuro, y por tanto de seguridad presente, no demoraron en barrer los recién llegados ochentas. Cuando frente al televisor lloré al ver como la mascota de los Juegos Olímpicos de Moscú, el oso Misha, se elevaba en los aires de uno de esos dilatados crepúsculos moscovitas en medio de la ceremonia de clausura, sé que de alguna manera el niño de nueve años que entonces era ya presentía que algo se le había roto definitivamente en aquel largo verano que comenzó con los pogromos del Mariel.
Pero los setentas no solo son mi Reino Perdido de las Utopías, el que una turba de energúmenos vociferantes tal vez creyó que podría arrebatarme para siempre con sus: “¡Que se vayan!”, sin que a la larga consiguieran hacer que me abandonaran. También me resultan algo así como el último refugio simbólico de la vida que se vive, y no de la que se malgasta en la representación.
Por entonces todavía no se había impuesto esta vida artificial, plástica, en que hoy nos hayamos enredados todos en el planeta. De hecho es la rebelión de ciertos rincones de los setentas contra este mundo por entonces todavía en avance otro de los aspectos que me hacen preferir a esos años cual posible refugio de mi eternidad.
Reconozco que hay bastante de subjetividad en esta representación. Para mí, alguien que nació en 1971, en la distancia me da la impresión de que en los setentas se vivía en un borde. Pero no estoy por completo claro si en un límite entre este mundo que me resulta demasiado palpable como para verle al detalle y sufrirle muchos de sus defectos, y el anterior, sublimado por esa maravillosa máquina de ensueños que es la memoria humana. Los setentas son en consecuencia esa especie de límite más remoto de palpabilidad al que en este caso estoy constreñido, y que por lo tanto admito me hace representarme a esos años de una manera harto deformada.
Pero más allá de la influencia deformante de mi subjetividad en la percepción de esos años, no me caben dudas de que estos fueron algo así como un oasis, quizás el último, antes del triunfo del plástico. Los setentas resultan de una reacción vital a la vida encartonada de la posguerra, demasiado preocupada por la representación y el estatus, pero por sobre todo a los años cincuenta, aquel preludio anticipado de la metrosexualidad. Son una década jovial que para mí no comienza en Woodstock, en agosto de 1969, sino en cierta mañana en que esperábamos el transporte para irnos una semana a Guanabo, y terminan como ya he dicho con los Juegos Olímpicos de Moscú.
En los setentas aún se les oía pontificar a las mujeres aquello de que: “el hombre como el oso, mientras más pelú, más hermoso”. Y es que en aquellos años no había que vivir pendiente de echar por el retrete una parte considerable de nuestro tiempo de vida junto con todos y cada uno de nuestros vellos corporales. Pocos hombres gastaban por entonces el escaso tiempo de vida en rasurarse hasta el más inaccesible centímetro cuadrado de piel. Recuérdese que Mark Spitz se había tirado a las piletas de las Olimpíada de Múnich con melena, bigotes y sin afeitarse el cuerpo, en un claro desafío a lo hasta entonces establecido. Pero aun así ganó 7 medallas de oro, imponiendo de paso también las correspondientes nuevas marcas mundiales.
Mas entiéndase bien. No me niego a eso de las afeitaderas y los afeites por algún estúpido rezago “viril”, o por alguna creencia en un siempre difuso concepto de la “hombría”. El problema está en que no concibo, ni atrás ni alante, que un ser mortal se gaste el tiempo que he visto se gastan los adolescentes y no tan adolescentes de ahora para desprenderse hasta de los pelos del culo.
Nunca he tenido nada en contra de dormir por el aquello del tiempo que supuestamente se pierde en los brazos de Morfeo, por el contrario, he encontrado en el sueño un pasable sucedáneo para las grandes ilusiones que los días con su paso inexorable me achican más y más, pero si me espantan los cálculos que he hecho de lo que gastará en su vida cualquiera de estos metrosexuales en su acicalamiento diario: No menos de 3 o 4 años de una vida de 80.
En los setentas a un joven semejante gasto de tiempo le hubiera parecido una aberración: Había por entonces mucha vida real que quemar, muchas novedosas sensaciones que experimentar, y no tanto plástico y virtualidad como ahora. Bastaba entonces con un único blue jean, lavado a los meses si es que no se lo botaba antes de hacerlo, sin la atosigante obsesión del adolescente actual por tener escaparates y más escaparates de ropa. Los cientos de metros de tela de hoy eran sustituidos simplemente por una melena hirsuta y un bigote, de los llamados “manubrio de bicicleta”.
Esa concentración de la existencia humana en el interior, desde el que se seguía con cuidado todas las sensaciones con que un mundo todavía no tan tecnificado nos bombardeaba, esa concentración en la exploración de los espacios propios, esa preferencia más por la cualidad que por la cantidad, se manifiesta en la expresión cultural más popular de nuestros tiempos: la Música. Eran los días de Pink Floyd; Emerson, Lake and Palmer; Yes; Genesis; Jethro Tull; Led Zeppelin, Kansas… Nunca después la complejidad en este arte ha estado de moda ni tan siquiera en una fracción de la que lo estuvo en aquellos años.
Envejezco, no hay duda. Y la mejor muestra es que mis ansias de progreso, de mundos maravillosos por venir, de sociedades de ciencia, claridad y orden, de predominio de la razón y el diálogo, comienzo a identificarlas con un tiempo en específico y no con alguna utopía. Ciertamente en los setentas Tubullar Bell o The Dark Side of the Moon no me inspiraban nostalgia por un tiempo ido, sino ensueños futuristas.

Nada, que quizás mi preferencia por los setentas es una muestra más de que también yo, a semejanza de mi Viejo por aquellos años, debo comenzar ya a responderle a quienes me preguntan: ¿Para dónde vas?, con un resignado “Para Viejo”.

viernes, 19 de agosto de 2016

La candela es aquí.

José Gabriel Barrenechea.

Cuentan que Immanuel Kant consiguió convencer a un inglés, de paso por Königsberg, de su conocimiento minucioso del curso del río Támesis. No obstante, lo que iba a dejar completamente pasmado al visitante fue la respuesta del filósofo a su pregunta de cuándo había pasado por última vez por Inglaterra: Kant nunca había puesto un pie en la islas británicas, y de hecho lo más que se había alejado de su Königsberg natal, o que se alejaría en su larga vida, no pasaba de los 180 km.

El hecho de que el hombre que revolucionó el pensamiento occidental a fines del siglo XVIII hubiera pasado su vida entera en uno de los más remotos rincones de Europa, a meses de camino de los principales centros de pensamiento de la época, desmiente a las claras esas ideas generalizadas de que solo se puede aportar algo novedoso si se está en el centro del mundo, y por otra parte, si se ha viajado mucho. ¿Cómo pudo ser el principal intérprete del espíritu de una época, en que el racionalismo iluminista daba paso al romanticismo, alguien perdido en la Prusia Oriental, adonde de ese espíritu llegarían si acaso tenues y esporádicos ecos?

¿A qué traigo esto a colación?, se preguntaran. Pues a ciertas opiniones con las que he chocado en los últimos meses.

Al parecer para algunos existe algo así como un escalafón disidente, y dicha jerarquía está por sobre todo determinada por el número de veces que se ha viajado, y por la importancia de la institución invitante. O sea, mientras más se haya salido y más importante sea el anfitrión, más respetable es usted en el mundo opositor, y más “disidentidad” posee. Lo que parece explicar, por cierto, el por qué para algunos de mis interlocutores recientes yo no soy un disidente.

Y no es que a mí me preocupe el título, porque si con algo no comulgo es con que se me encasille, pero sí me molestan, y preocupan, los disparatados criterios que en algunos a quienes no los conocen ni sus familiares los domingos a la hora del almuerzo, llegan a hacer nacer media docena de giras internacionales.

También he recibido alguna que otra invitación, pero a la verdad, ni creo que nadie más tiene que enseñarme a hacer lo único que en definitiva trato de hacer cada día: ser yo mismo, ni creo que para aprender cómo se vota en la Argentina necesite ir a aquel país (conozco personalmente a varias docenas de argentinos pero ninguno ha leído el que fue uno de mis textos de juventud: Las Bases… de Juan Bautista Alberdi).

Si algo soy es un grano enconado en las gordas posaderas del castrismo, y eso solo puedo serlo donde está la candela: Aquí adentro.

Según Cánovas la guerra de Cuba se terminaba con dos balas: una para Maceo y otra para Gómez. A la muerte del primero muchos pensaron que el segundo debía partir al exterior, para evitar que se cumpliera la predicción del político malagueño. Mas el Viejo hizo algo muy distinto: Se fue a un potrero de Sancti Spíritus y allí pasó el año y medio de guerra que quedaba toreando a la cuarta parte del ejército español en la Isla. No había en verdad mucha espectacularidad en aquella campaña. Cuando las columnas colonialistas amenazaban su campamento en La Reforma, Gómez, con una elegante verónica se movía unas cuántas leguas más allá o más acá, para volver a su posición inicial en cuanto el enemigo debiera retornar a sus bases, agotado y enfermo por la intemperie cubana.

Lo mismo hago desde aquí, desde mi potrero encrucijadense… y lo seguiré haciendo así hasta que Cuba sea libre.

martes, 16 de agosto de 2016

Conversación con el pastor Mario Félix.

José Gabriel Barrenechea.


Hemos quedado en el Café Literario para las 10 y 30 pero Mario no llega. Me preocupa ver salir de sus cuevas a la fauna segurosa que casi siempre ronda antes de una detención: El negro cuarentón con su casco de motorista que no sé por qué me parece que va a olvidar en cualquiera de sus constantes idas y venidas, el anodino de las camisas de cuadros que de tan insignificante apariencia nunca consigo recordar sus rasgos exactos… Llegan por fin Mario y Yoaxis: el transporte cada vez más imposible, me cuentan. Pronto un chiquillo imberbe todo tatuado y con unos aretes ridículos está junto al anodino de marras. Cambian una mirada fugaz y el chiquillo viene a sentarse a la otra mesa, mientras el anodino se queda en la puerta enfrascado en imitar la expresión de algún duro de alguna película (¿de Bollywood?). Mario me comenta que es uno de los que siempre están presentes cuando la policía uniformada lo detiene.

Después de concordar en que no tenemos por qué arriesgarnos a que en algún futuro alguien arrastre a este pobre diablo en base a nuestras fotografías, con el consiguiente perjuicio para la tranquilidad de nuestras conciencias respectivas, comenzamos.

G: ¿Cuándo tuviste tu primer acercamiento a la Iglesia?

M: Gracias a Dios puedo decirte que por ese lado soy un hombre afortunado. Le doy gracias a Dios porque desde que nací en la Cuba de 1975, en que todo lo que tenía que ver con religión estaba mal visto, mi familia me llevó a la iglesia bautista. Mis recuerdos primeros allá por los cinco años están en la iglesia bautista.

G: Sé por referencias de algunos de tus vecinos que fuiste un niño muy carismático en tu comunidad, y que ese recuerdo popular explica el hayas conseguido ser profeta en tu propia tierra… o bueno, perdón, pastor. ¿Qué puedes contarme de ese niño?

M: En mis primeros cinco años yo capté lo que me enseñaron en mi iglesia. Si tenía que cantar o recitar lo hacía. Si algo me aportó la iglesia en esos primeros años fue el perder el temor de expresarme en público. Ten en cuenta que en mi pueblito remoto yo había estado en un lugar donde había un piano, donde se cantaba, donde se hacían obras de teatro. Ningún otro niño de mi pueblo tuvo ese privilegio, porque la iglesia, aunque era perseguida en aquella época, era el único lugar en Taguayabón donde se hacían todas esas cosas.

G: Me hablas de persecución a la Iglesia Bautista en esa época, mucho después de los sesentas y a inicios ya de los años ochenta: ¿Era perseguida todavía entonces tu iglesia?

M: El cambio constitucional que hizo pasar al estado de ateo a laico acuérdate que no fue hasta el año 1992. De entonces para acá la política cambió, pero yo viví mis primeros 17 años los contratiempos de ser religioso en un país ateo. Era como una marca que llevaba encima de mí. Conservo mi expediente de primaria que estaba como decimos los cubanos, manchado. Lo comprobé cuando me lo entregaron después de terminar el sexto grado. Hay una página en él en que me clasifican como de religioso y eso era lo que la gente comúnmente llamaba tener el expediente manchado. En los años ochenta vi a muchos de los jóvenes de mi iglesia, algo mayores que yo, que no pudieron coger carreras como medicina o magisterio por tener una mancha semejante.

Diez años apenas antes de nacer mi templo había tenido un sello sobre su puerta. El templo donde hoy soy pastor estuvo cerrado entre el 30 de noviembre de 1963 y el 31 de diciembre del 64. De hecho le quitaron el sello porque el pastor que estaba en aquel momento decidió cambiar de campo misionero, o sea, irse a otro lugar. El pastor, que se llamaba Adalberto Cuellar, estaba muy marcado y las autoridades le dijeron a la iglesia que mientras tanto él permaneciera en sus funciones el templo tendría un sello sobre su puerta. La iglesia no quiso cambiarlo por un sello, pero el pastor mismo decidió marcharse. Tuvo una carga demasiado grande al ver que aquel sello estaba por culpa de él, por así decirlo.

Nací apenas diez años después, por lo tanto todavía esos hechos estaban frescos y se respiraba el ambiente de que se nos perseguía. Yo lo viví porque varias veces en la escuela, tanto primaria como secundaria, preguntaban: ¿quién es religioso? y cuando uno se ponía de pie empezaban abiertamente a hablar todo tipo de improperios en contra de la religión y, bueno, con el fin de avergonzarlo a uno delante de los compañeritos de aula. Nunca se me va a olvidar que cuando en noveno grado se tuvo que escoger de nuestro grupo los que iban a ser abanderados del 2000, una especie de movimiento de estudiantes destacados que había en aquel momento, yo a pesar de todos mis éxitos escolares, de haber sido premiado en varios concursos, de tener buenas calificaciones, no pude ser abanderado del 2000 porque era religioso.

Por lo tanto viví todo eso en carne propia hasta el cambio de política. Que te vuelvo a repetir, fue solo un cambio de política, no un cambio realmente profundo y sincero. Porque a pesar de que muchos como yo pudimos entrar a la universidad me doy cuenta ahora, que miro para atrás, que más bien la intención del gobierno fue que ya que no pudo destruir al opio de los pueblos, la religión, voy a utilizarla, porque este opio lo voy a necesitar para adormecer al pueblo. Y es lo que creo que el gobierno cubano ha hecho desde el año 1992. Las religiones mismas que no consiguió destruir las ha intentado manipular y utilizar como él ha podido, y ahí es donde ha estado mi pleito con ellos, porque yo les he dicho no voy a darle a mi pueblo el opio que ustedes quieren y necesitan darle. Yo le voy a dar lo que libera de lo que oprime y agobia, que es lo que creo que es el Evangelio.

G: ¿Podrías abundarnos un poco en tu posición con respecto a los modos justos en que deben relacionarse la religión y el estado?

M: Estoy muy de acuerdo en que en el Ministerio de Justicia exista un registro de asociaciones, y en que haya claras disposiciones legales para inscribirse en él. Por supuesto que un estado tiene derecho a tales mecanismos de control. Y creo que incluso la legalidad se queda muy corta con solo un registro, porque una de las grandes necesidades que tenemos hoy en Cuba es la de una Ley de Cultos, que ha estado ausente durante todo este proceso de sesenta años. Con lo que si no estoy de acuerdo es con que en falta de todo eso exista una oficina en el nivel más alto del Partido Comunista de Cuba, que aunque ellos quieran dar la idea de que es para facilitar, para ayudar, se dedique en realidad totalmente a controlar y manipular la religión en Cuba. Te hablo de la Oficina de Atención a los Asuntos Religiosos del Comité Central, dirigida por la señora Caridad Diego Bello. Veo muy inconsecuente que sea un partido comunista quien tenga una oficina dedicada a atender lo religioso, y que en el estado cubano falten los mecanismos de control legales. Porque todo aquí hoy es muy de locos. Te recuerdo que hablamos de un partido que como es comunista es ateo, y que por tanto es un partido ateo el que se dedica a regir todo lo que sea religión en Cuba.

G: En esencia Mario, eres un crítico de la subordinación de lo religioso no a un claro marco legal, como en cualquier estado de derecho, sino a un departamento del Partido Comunista.

M: Exacto.

Comienza a lloviznar en el parque y en el temor de quedar bloqueados y hambrientos en el Café por uno de nuestros aguaceros bíblicos, decidimos marcharnos a almorzar. El fan de Amitabh Bachhan y su tropa de tatuados, flacas con vestidos ridículos y negros con casco no nos interrumpen el paso y tampoco nos siguen. Corremos a un pequeño y limpio restaurant en la calle Maceo, donde no alcanzamos a descubrir ni cucarachas ni oficiales de la policía secreta. En lo que llega la comida criolla reanudamos la entrevista. Mario me habla de su templo, que con sus maderas de más de un siglo hace aguas en estos aguaceros de verano. Conversamos de las dificultades para comprar maderas en un país en que no hace ni ochenta años ese era el más barato material de construcción. Una cosa lleva a la otra y terminamos hablando sobre las facilidades constructivas con que si han contado ciertas figuras religiosas cubanas.

G: Conoces a muchas personalidades del movimiento bautista. ¿Qué puedes decirme por ejemplo de alguien como Raúl Suarez, a quien en una crónica para 14yMedio llamo “El Bueno”?

M: Coincido con él solamente en su consideración de que los cristianos debemos tener una participación en la sociedad. Pero por supuesto esa participación incluye la política. Lo lamentable en Raúl Suarez es que a pesar de haber avanzado en ese aspecto de la participación del cristiano en la sociedad y la política, escogió la posición equivocada, o sea, la posición de estar del lado de los que pisotean los derechos del pueblo cubano…

G: Él es una especie de místico, y justifica su posición de apoyo al castrismo en algo así como en la comunión que Ernesto Guevara decía sentir entre Fidel Castro y masa en los discursos multitudinarios de la Plaza de la Revolución…

M: Los gobernantes y el pueblo son dos cosas muy diferentes, aun cuando él defienda la posición que es totalmente increíble de que pueblo y gobierno son la misma cosa, eso es mentira, seríamos el único país en toda la historia del planeta. En todas partes del mundo son entes diferentes y Cuba no es la excepción. En consideración a ti que eres ateo, y a gran parte de los lectores de este periódico, he preferido no echar mano de los Evangelios muy seguido, pero solo tengo que decirle al señor Raúl Suarez que haría muy bien en revisarlos de cuando en cuando. Él está del lado de los gobernantes, se ha puesto del lado de  ellos y lamentablemente ha participado incluso en actos de repudio como los que ocurrieron el año pasado en Panamá, durante la Cumbre de las Américas…

G: Él se desmarcó…

M: Sin embargo le preguntaron en una entrevista que le hizo la CNN y dijo que había sentido la presencia de Dios en momentos en que él había estado en medio de los gritos en contra de los representantes de la sociedad civil cubana. Declaró también que él no podía estar bajo el mismo techo que uno de esos mercenarios. Lo cual creo que desencaja bastante con la posición que él debía tener como pastor, porque bajo nuestro techo debe de caber todo el mundo. Él mismo predica  el ecumenismo, que etimológicamente viene de “un techo común”. Si es así, bajo su techo debían tener cabida todos los seres humanos incluyendo a esas personas de la sociedad civil cubana con las cuales él está en desacuerdo.

G: Un personaje atrabiliario, que en realidad me resulta repulsivo. ¿Entonces me dices que según él Cristo participa en los actos de repudio…?

M: Exacto, Barrenechea. Valora tú.

G: ¡Candela! Mario, cierta declaración tuya sobre el número de iglesias a las que podrías llegar ha causado escozor en algunos representantes del muy susceptible movimiento opositor cubano: ¿Qué puedes aclarar al respecto?

M: Me defino como un simple cura de aldea. Yo soy pastor de dos iglesias, dos congregaciones bautistas que están en el centro de la Isla.

Algunas que otra vez se me ha preguntado que si nuestras iglesias estarían dispuestas a llevar ayuda humanitaria al pueblo de Cuba que tanto lo necesita. Recuerdo que en una ocasión hice la declaración de que sí, que en nuestra Convención Bautista, formada por más de 400 iglesias (hoy en el año 2016 puedo afirmar que son exactamente 475 iglesias) lo hacíamos siempre que teníamos la oportunidad. Que lo habíamos hecho en el periodo especial, cuando en los años noventa nuestras iglesias repartieron aceite comestible, comida, diferentes productos que escaseaban. Declaré que hoy por hoy cualquier persona en el mundo, que sin ningún tipo de condicionamiento tuviese la intención de aportar a las necesidades del pueblo cubano, podía contar con que nuestra Convención estaría dispuesta. Que yo contaba con el Ministerio de Beneficencia de la Convención Bautista Occidental, porque soy un pastor de ella, con voz y voto y con influencia en los otros pastores de iglesia. Porque tenemos una relación de interdependencia muy sólida. De ahí puede haber venido la malinterpretación, ya que tal vez alguna persona pensó que yo afirmaba estar al frente de más de 400 iglesias, ¡y no, falso! A duras penas soy el pastor de dos iglesias rurales. Un cura de aldea, te repito, pero que cuenta con la hermandad de estas más de 400 iglesias. Es muy difícil que yo pueda lograr que las 475 iglesias y los pastores que las pastorean piensen como yo, tal vez mis proyecciones políticas, mis proyecciones sociales, yo no las pueda de alguna manera reflejar en todas esas iglesias y usarlas como caja de resonancia, y te digo, tampoco ha sido o es mi intención, nada más lejos de mis intenciones,  pero si para algo puedo contar con esas iglesias es para ayudar al pueblo cubano, y en cuanto a ayuda humanitaria no me cabe duda alguna que por este canal llegará a quienes lo necesitan.

G: ¿Sigues recibiendo las cartas…?

M: Sí, para mi familia y para mí es una gran emoción el hecho de que nos llegan a nuestra casa muchas cartas del mundo entero. A veces de lugares inusitados, de países de Asia y de África, de Australia, de personas que nos siguen en la internet y que quieren manifestarnos que se preocupan, que oran por nosotros. Pero en honor a la verdad te debo decir que estoy convencido de que a nosotros solo nos debe llegar un 10 % de las cartas que nos envían. Porque te digo esto: A veces he visto que algunas de esas cartas llegan con dos y tres meses de retraso, a veces llegan como si hubiesen estado almacenadas en algún lugar y algunas hasta se han mojado. En los últimos meses prácticamente no han llegado con la periodicidad habitual. Estoy convencido y puedo afirmar que no solamente mi teléfono y mi cuenta de correo electrónico están siendo censuradas, sino también mi correo postal. Estoy convencido de que nuestra correspondencia está siendo violada.

G: Para terminar, háblame del cura de aldea de verdad, del de Rosalía…

M: Rosalía es una comunidad que queda a 5 km de Taguayabón. En Rosalía no pasa de cincuenta núcleos familiares. Feligreses bautizados son veinte, lo que pasa es que nosotros cuando hacemos actividades allí logramos reunir a menudo decenas de personas, incluso hasta un centenar. Porque ahí está la diferencia entre lo que nosotros en la Iglesia Bautista llamamos la membresía y la comunidad bautista. En la segunda incluimos a personas que no son miembros pero que son simpatizantes y que suelen asistir. En Rosalía en nuestras actividades especiales logramos reunir a cerca de cien personas. Porque además no existen opciones culturales. A pesar de estar a solo cinco kilómetros de la carretera del circuito norte, te diría que esos cinco kilómetros pesan más que algunas comunidades que están mucho más retiradas en regiones más desoladas del país. Lo que hay hasta allí es un mal camino que la mayor parte del año es intransitable, que hace poco intentaron arreglar, pero que igual, en cuanto llega la temporada de lluvias se convierte en un lodazal. Rosalía es una comunidad olvidada, adonde por ejemplo el periódico no llega, en la que no cerraron la escuelita porque nosotros levantamos la voz, como también tuvimos que hacerlo para que no les quitaran el único transporte público, que lo dejaron ahora una o dos veces a la semana.

En definitiva, estamos en dos lugares de Cuba donde normalmente los pastores no querían ir, para hablarte claro. En la Convención Bautista de Cuba Occidental se decía que había dos iglesias a donde el pastor iba castigado: Una era la iglesia bautista de Carlos Rojas, en el municipio de Jovellanos en Matanzas, que por cierto ya desapareció y solo existe nominalmente en la Convención, y la otra era la de Taguayabón. Yo le doy gracias a Dios que he podido estar ahí, y que he conseguido palear un poco el dolor de mis comunidades.

Nos traen la cuenta, que Mario acapara. Afuera ha dejado de llover y al regresar al parque ya no descubrimos el operativo-corte de los milagros de la mañana. Nos despedimos. Mario y Yoaxis se alejan, mientras yo vuelvo a dejar correr las horas muertas de la tarde en el Café.

José Martí y Fidel Castro. Dos visiones encontradas sobre los destinos de Cuba y su posición en el mundo.

José Gabriel Barrenechea.

En 1959, ante la evidencia de que Cuba no tiene las fuerzas suficientes para convertirse en la nación central hemisférica que solo parece consentir mandar, Fidel Castro va a encontrar en un aspecto secundario del pensamiento martiano, su Nuestroamericanismo, la posibilidad de hacer factible su intento de desbancar a los EE.UU. como el hegemón americano. Este Nuestroamericanismo, ahora que ha caído en el olvido la frialdad y hasta hostilidad con que en casi todas las repúblicas latinoamericanas se recibió nuestro último intento de liberarnos de España, es reinterpretado por Fidel Castro y sus principales seguidores como la piedra de toque ideológica que le faltaba a los proyectos radicalistas de inicios de República: Ya que no cabe hacer derivar a la Isla hacia el Océano Antártico, tras separarla de su lecho marino para alejarla lo más posible de los EE.UU., se deben buscar apoyos, o seguidores para enfrentarlos, ¿y dónde mejor que en América Latina, con sus más de doscientos millones de habitantes de por entonces?

Cabe cuestionarse, no obstante, el que la política latinoamericanista aplicada por Fidel Castro tenga en propiedad una verdadera raíz martiana. En primer lugar porque Martí nunca concibió al Nuestroamericanismo más que como una idea política instrumental, engarzada en una más general, la de los equilibrios vacilantes. En esencia el Nuestroamericanismo debía servirle únicamente para enfrentar las circunstancias de su tiempo, mediante la movilización de las Américas Latinas en interés del logro de la independencia de Cuba.

José Martí, contrario a lo que pudiera parecernos tras una lectura suya muy superficial, desvinculada de su trayectoria vital y su circunstancia mundial, es un político que no tiene la cabeza metida entre las nubes, sino uno que se haya muy centrado en la consecución de sus metas-motivos. Sus reflexiones no son las divagaciones de uno de los tantos poetas-políticos o políticos-poetas que ha dado Iberoamérica, sino las de un hombre que tiene objetivos muy claros, muy enraizados como para convertirse en sí mismos en parte inseparable y principal de su vida. Objetivos en cuyo alcance encuentra problemas que debe resolver, respuestas que debe dar, y antes las cuales no da nunca vuelta atrás.

Si entre 1889 y 1891 emprende una serie de trabajos periodísticos y ensayos que podrían hacernos pensar que, desengañado de sus afanes por Cuba ahora persigue la unidad de una patria más grande, la Latinoamericana al molde bolivariano, lo cierto es que como nunca antes ha estado enfrascado en la realización de su meta-motivo existencial. En ese periodo trascendental Martí no solo se ha dedicado a escribir, ha estado además haciendo altísima política con el fin de hacer fracasar ciertos planes de adquisición de la Isla de Cuba por el gobierno de Washington, mediante su compra a España. Desde su posición de representante consular de varias repúblicas sudamericanas en Nueva York ha estado maniobrando tras bambalinas junto al representante de la Argentina en la Conferencia Panamericana, Roque Sáenz Peña, para evitar la consumación de aquellos planes, a los que no son pocas las repúblicas latinoamericanas que le dan su consentimiento.

Es entonces que con su genial olfato de estadista ha comenzado a aplicar su diplomacia de ensueño y realidad, la que a solo dos meses de su muerte sistematizará, o más bien comenzará a sistematizar en el Manifiesto de Montecristi, y que desgraciadamente deja trunca su inopinada muerte en Dos Ríos (por sobre todo porque es diplomacia concreta, y no puro pujo teorizante): “La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de la Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilante del mundo”. O sea, la diplomacia del equilibrio de contrarios, de la anulación en ciertos espacios intermedios, el nuestro, de intereses en apariencias antagónicos. Lográndose dicha anulación gracias precisa y paradójicamente a una exacerbación de esos mismos intereses.

Para José Martí, que conoce muy bien a la Latinoamérica de su tiempo para saber la infactibilidad real de una posible unión suya en el futuro, ya no ni tan siquiera mediato, esta concepción del equilibrio vacilante es vital para sus planes de constitución de una Cuba, y Puerto Rico, independientes: Como en Nueva York en 1889, durante el Congreso Internacional de Washington, sabe que tiene que buscar el modo de evitar que los EE.UU. se entrometan en Cuba antes de poder poner a punto su República modelo, blindada para aquellos por su misma virtud, a la vez que impedir que alguna superpotencia europea decida recolonizarnos, como de hecho por entonces hacen en todo el mundo, y cómo parece haber intentado Inglaterra en 1892; intentona afortunadamente denunciada a tiempo por aquel otro titán decimonónico nuestro, Don Juan Gualberto Gómez.

En este sentido Martí intenta ganar los apoyos, para antes y después de la independencia,
(1) de México, con la idea de unas Antillas fuertes, que le garanticen su flanco derecho de los EE.UU. sin necesidad de acudir a ningún superpoder europeo, más peligrosos de por sí que los propios “gringos”, como les ha demostrado su historia reciente;

(2) de la por entonces pujante Argentina, con la idea de que esas mismas Antillas sean un bastión amigo a medio camino entre los EE.UU. y el aliado hemisférico de estos, Brasil, a su vez contrincante natural de Buenos Aires en la región sudamericana;

(3) de Inglaterra y de Alemania, con la idea de una nación abierta y no sometida a los dictados norteamericanos a las puertas mismas del canal transoceánico que aquellos están por abrir;
(4) y por último de los propios norteamericanos, con la promesa que le escribe al editor del New York Herald, el 2 de mayo de 1895, de que con “la conquista de la libertad” de Cuba se habrá “de abrir a los EE.UU la Isla que hoy le cierra el interés español”. Promesa que por lo floja nos puede hacer dudar de la capacidad diplomática de Martí, al menos si hemos olvidado cuales eran para él los en realidad eficaces modos de detener las ansias anexionistas que pudieran nacer en aquel país.

Recordemos que para Martí, “En los Estados Unidos se crean a la vez, combatiéndose y equilibrándose, un elemento tempestuoso y rampante, del que hay que temerlo todo, y por el Norte y por el Sur quiere extender el ala del águila, y un elemento de humanidad y justicia, que necesariamente viene del ejercicio de la razón, y sujeta a aquel en sus apetitos y demasías”, y dada la imposibilidad “de oponer fuerzas iguales en caso de conflicto a este país pujante y numeroso”, es imprescindible ganarse al segundo elemento, mediante “la demostración continua por los cubanos de su capacidad de crear, de organizar, de combinarse, de entender la libertad y defenderla, de entrar en la lengua y hábitos del Norte con más facilidad y rapidez que los del Norte en las civilizaciones ajenas”.

Martí, que aun para separarnos de España clamaba por una guerra “generosa y breve”, no pretendía por lo tanto convertir a su país en un campamento, ni en llevarlo a una guerra suicida contra los Estados Unidos, sino en irlos “enfrentando con sus propios elementos y procurar con el sutil ejercicio de una habilidad activa”, o sea, con la combinación de la demostración constante de nuestra capacidad como pueblo para vivir en democracia, más una sabia diplomacia, para de ese modo conseguir “que aquella parte de justicia y virtud que se cría en el país (los EE.UU.) tenga tal conocimiento y concepto” del pueblo cubano “que con la autoridad y certidumbre de ellos contrasten los planes malignos de aquella otra parte brutal de la población…”

Martí en fin no encuentra ningún inconveniente en que su República “con todos y para el bien de todos” pueda ser independiente en medio de un mundo heterogéneo e inestable. Por el contrario, él solo lo cree posible precisamente gracias a un inteligente aprovechamiento de dicha heterogeneidad e inestabilidad.

Muy por el contrario Fidel Castro, cree que nuestra independencia no puede lograrse sino a través de la imposición por los cubanos, o más bien de los cubanos bajo su “sabia dirección”, de una pretendida homogeneidad cubana a todo el hemisferio, e incluso a todo el planeta (Ernesto Guevara, mucho más autoconsciente que su compañero de luchas, tras su expedición al Congo belga reconoce que habían ido “a cubanizar a los congoleses”). Para él, o se es absolutamente independiente, o se es esclavo; o se es nación central o no se es nada más que una colonia. La visión de Fidel Castro, correlativa a su muchísima menor densidad intelectual y a los excesos de un temperamento dado a imponer su voluntad a cualquier costo, se basa no en los estudiados equilibrios internacionales, practicados por una inteligente diplomacia, sino en la unilateralidad impuesta por la violencia “revolucionaria”.

Consecuentemente no debe de extrañarnos que para el Comandante solo pueda conservarse independiente a la Patria mediante la promoción de una cruzada que arrastre tras de sí a toda Latinoamérica. Bajo la guía de un estandarte que, con todo y el apresurado barniz de pensamiento de vanguardia con que siempre ha sabido presentarlo, en su esencia última es el mismo que adoptó el mundo católico tras el Concilio de Trento, por sobre todo bajo inspiración de Ignacio de Loyola.

Los indios en Cuba, o las verdaderas utopías del Raulato.

José Gabriel Barrenechea.

Es aparentemente muy difícil definir las reales motivaciones del castrismo en base a sus actos. Es decir, que afirmar que este régimen, mediante la monopolización más completa de las posibilidades de reproducción de las condiciones de la vida humana persigue en última instancia y por sobre todo el asegurar su perduración ad aeternas, más que el bienestar común o la defensa de los más desfavorecidos, resulta un tanto atrevido.

Mas no es así. Multitud de hechos muestran a las claras que es la voluntad de persistir, de aferrarse al poder con uñas y dientes de sus jerarcas, y no el altruismo, el condicionante último del castrismo. Solo citaré un muy reciente ejemplo, la autorización a cierta empresa francesa para contratar trabajadores indios, con el fin de terminar en tiempo las obras de la Manzana de Gómez.

De acuerdo con sus supuestas motivaciones altruistas, lo más lógico habría sido que el estado castrista asumiera definitivamente la decisión de permitir que las empresas extranjeras contrataran directamente al trabajador cubano, y que estas les pagaran en su mano al mismo. El estado castrista, dizque socialista, se ocuparía de establecer el marco de defensa legal del trabajador y por sobre todo, se preocuparía de su defensa en singular. Actitud que le permitiría tener la suficiente legitimidad ante ese trabajador para imponerle un impuesto progresivo que se ocupara de gravar con mayor fuerza a quienes más cobraran. Un impuesto, no obstante, lo suficientemente realista para que no pusiera en peligro lo que se perseguía solucionar con toda esta cadena de medidas: la baja productividad del trabajador cubano debida a sus salarios de miseria.

De esta manera el estado castrista cobraría a las empresas extranjeras por su inversión y actividad en Cuba, y a los obreros cubanos una parte sensata de sus salarios en calidad de impuestos, lo que le permitiría mantener su política de subsidios a una serie de servicios cada día más esmirriados, a la vez que conseguiría que la mayor parte de lo restante de esos salarios fueran a incentivar la economía interna, evitando así que lo que dichas empresas pagan a sus trabajadores no abandonara el país casi en su totalidad, como hoy, con esta medida de traer rompehuelgas indios.

El pueblo cubano, por tanto, habría obtenido el grado óptimo de beneficio.

Por el contrario la anti nacional decisión de preferir autorizar a las empresas extranjeras a contratar trabajadores foráneos conlleva para el pueblo cubano un mínimo de beneficios: Porque si bien es cierto que lo que se obtiene directamente de las empresas inversoras se mantiene, por otra parte al pasarle los salarios a un obrero temporario en Cuba se pierde casi por completo lo que dichas empresas asignan a salarios, excepto la mínima cantidad que ese temporario gaste en Cuba para su sostenimiento personal.

La explicación de esta actitud solo puede ser una: El estado castrista prefiere perder dinero antes que este ingrese al país más allá de su control. Porque su principal temor es el surgimiento de una importante clase particular de trabajadores que no dependan de él para reproducir sus condiciones de vida, y por sobre todo, que esas muy superiores condiciones los ayuden a salirse de la burbuja ideal en que el estado totalitario castrista envuelve a todo ciudadano desde su mismo nacimiento. Para él es permisible la existencia de un amplio sector de personas que viven de las remesas, en primer lugar porque en realidad son relativamente muy pocos de ellos los que reciben cantidades apreciables, y en segundo porque tales personas no suelen tener sentimientos fraternales entre sí que lleguen a reunirlos en fuertes grupos de presión, como si lo suelen hacer los trabajadores, principalmente los manuales.

Esta decisión, de más está decirlo, crea un muy lamentable precedente. Ante la dinámica de bajísimos salarios a que somete la actual política de control social del raulato, y el consecuente bajo rendimiento del trabajador cubano, las empresas inversoras extranjeras no tardaran en negarse a operar en Cuba a menos que se les permita venir con su propio personal.

Un estado de cosas que ya se dio en la Cuba descrita por José Antonio Ramos en su Manual del perfecto fulanista. Aquella Cuba de los primeros años de República en que tumbaba la caña el bracero antillano, la molía en el central el emigrante temporario español bajo la supervisión del técnico americano, y a los cubanos solo nos quedaba lanzarnos sobre una hipertrofiada administración pública y el presupuesto oficial. Un estado de cosas al que afortunadamente se había puesto punto final con la Revolución del 30, y que había quedado refrendado en aquel artículo 73 de la Constitución de 1940 que dice:

Art. 73. El cubano por nacimiento tendrá en el trabajo una participación preponderante, tanto en el importe total de los sueldos y salarios como en las distintas categorías de trabajo, en la forma que determine la Ley. También se extenderá la protección al cubano naturalizado con familia nacida en el territorio nacional, con preferencia sobre el naturalizado que no se halle en esas condiciones y sobre los extranjeros. En el desempeño de los puestos técnicos indispensables se exceptuará de lo preceptuado en los párrafos anteriores al extranjero, previas las formalidades de la Ley y siempre con la condición de facilitar a los nativos el aprendizaje del trabajo técnico de que se trate.

Y es que ese es precisamente el socialismo próspero, sustentable y con inversión extranjera con que sueñan esos dos fósiles vivientes muy anteriores a los dinosaurios mismos, Raúl Castro y Machado Ventura: Un país en que casi toda la producción procede de empresas extranjeras, y la cual se concreta por mano de trabajadores foráneos, mientras a los cubanos solo nos cabe errabundear entre las escuelas u hospitales de nuestros hijos, subsidiados en base a los impuestos cobrados a los inversores extranjeros, y claro, asistir los primeros de mayo a patentizarles nuestro apoyo irrestricto.