sábado, 20 de agosto de 2016

Aquellos maravillosos años setenta.

José Gabriel Barrenechea.

Hace ya cosa de un mes unos amigos fantaseábamos en el Café Literario de Santa Clara sobre la época en que nos habría gustado venir al mundo. Sin vacilar respondí que no podía estar más conforme con el momento en que me tocó nacer, pero que a su vez, si es cierto que tras la muerte vamos a dar a la Eternidad, preferiría encontrar allí a Dios en pantalones de campana, rigiendo unos imperecederos años setentas.
¿Nostalgia de una niñez feliz?
Los setentas no solo son algo así como mi utopía actual, sino también una época en que estas me lo llenaban todo. Aquellos días tienen para mí por sobre todo el fuerte influjo de los discursos utopistas de mi Viejo, por entonces solo en camino de la vejez. Recuerdo nuestros paseos de atardecer: En ese fugaz cambio nuestro de la luz a la sombra me armaba mundos maravillosos por venir, sociedades de la ciencia, la claridad y el orden, el predominio de la razón y el diálogo, mientras que de los televisores de las casas nos llegaban las siempre futuristas notas de Tubular Bell, que alguien allá en La Habana había escogido como tema musical para un programa sobre la historia y en general la cultura humana (Escriba y Lea).
Era, claro está, la muy particular interpretación de mi Viejo de la pretendida futura sociedad comunista, pero que, raro en aquellos años de desbocado culto a su personalidad, nunca incluyó ninguna referencia al Comandante. De quien más tarde he adivinado que mi padre siempre tuvo sus reservas, quizás desde los mismos primeros años de una Revolución a la que no obstante se dedicó en cuerpo y alma. Y es que la estatua de medio kilómetro de altura que Fidel Castro siempre ha soñado le levantarían en el Comunismo los pueblos agradecidos, no estuvo nunca incluida en la  imagen que de aquella sociedad mi padre me armó en la cabeza.
Con toda esa sensación de confianza en el futuro, y por tanto de seguridad presente, no demoraron en barrer los recién llegados ochentas. Cuando frente al televisor lloré al ver como la mascota de los Juegos Olímpicos de Moscú, el oso Misha, se elevaba en los aires de uno de esos dilatados crepúsculos moscovitas en medio de la ceremonia de clausura, sé que de alguna manera el niño de nueve años que entonces era ya presentía que algo se le había roto definitivamente en aquel largo verano que comenzó con los pogromos del Mariel.
Pero los setentas no solo son mi Reino Perdido de las Utopías, el que una turba de energúmenos vociferantes tal vez creyó que podría arrebatarme para siempre con sus: “¡Que se vayan!”, sin que a la larga consiguieran hacer que me abandonaran. También me resultan algo así como el último refugio simbólico de la vida que se vive, y no de la que se malgasta en la representación.
Por entonces todavía no se había impuesto esta vida artificial, plástica, en que hoy nos hayamos enredados todos en el planeta. De hecho es la rebelión de ciertos rincones de los setentas contra este mundo por entonces todavía en avance otro de los aspectos que me hacen preferir a esos años cual posible refugio de mi eternidad.
Reconozco que hay bastante de subjetividad en esta representación. Para mí, alguien que nació en 1971, en la distancia me da la impresión de que en los setentas se vivía en un borde. Pero no estoy por completo claro si en un límite entre este mundo que me resulta demasiado palpable como para verle al detalle y sufrirle muchos de sus defectos, y el anterior, sublimado por esa maravillosa máquina de ensueños que es la memoria humana. Los setentas son en consecuencia esa especie de límite más remoto de palpabilidad al que en este caso estoy constreñido, y que por lo tanto admito me hace representarme a esos años de una manera harto deformada.
Pero más allá de la influencia deformante de mi subjetividad en la percepción de esos años, no me caben dudas de que estos fueron algo así como un oasis, quizás el último, antes del triunfo del plástico. Los setentas resultan de una reacción vital a la vida encartonada de la posguerra, demasiado preocupada por la representación y el estatus, pero por sobre todo a los años cincuenta, aquel preludio anticipado de la metrosexualidad. Son una década jovial que para mí no comienza en Woodstock, en agosto de 1969, sino en cierta mañana en que esperábamos el transporte para irnos una semana a Guanabo, y terminan como ya he dicho con los Juegos Olímpicos de Moscú.
En los setentas aún se les oía pontificar a las mujeres aquello de que: “el hombre como el oso, mientras más pelú, más hermoso”. Y es que en aquellos años no había que vivir pendiente de echar por el retrete una parte considerable de nuestro tiempo de vida junto con todos y cada uno de nuestros vellos corporales. Pocos hombres gastaban por entonces el escaso tiempo de vida en rasurarse hasta el más inaccesible centímetro cuadrado de piel. Recuérdese que Mark Spitz se había tirado a las piletas de las Olimpíada de Múnich con melena, bigotes y sin afeitarse el cuerpo, en un claro desafío a lo hasta entonces establecido. Pero aun así ganó 7 medallas de oro, imponiendo de paso también las correspondientes nuevas marcas mundiales.
Mas entiéndase bien. No me niego a eso de las afeitaderas y los afeites por algún estúpido rezago “viril”, o por alguna creencia en un siempre difuso concepto de la “hombría”. El problema está en que no concibo, ni atrás ni alante, que un ser mortal se gaste el tiempo que he visto se gastan los adolescentes y no tan adolescentes de ahora para desprenderse hasta de los pelos del culo.
Nunca he tenido nada en contra de dormir por el aquello del tiempo que supuestamente se pierde en los brazos de Morfeo, por el contrario, he encontrado en el sueño un pasable sucedáneo para las grandes ilusiones que los días con su paso inexorable me achican más y más, pero si me espantan los cálculos que he hecho de lo que gastará en su vida cualquiera de estos metrosexuales en su acicalamiento diario: No menos de 3 o 4 años de una vida de 80.
En los setentas a un joven semejante gasto de tiempo le hubiera parecido una aberración: Había por entonces mucha vida real que quemar, muchas novedosas sensaciones que experimentar, y no tanto plástico y virtualidad como ahora. Bastaba entonces con un único blue jean, lavado a los meses si es que no se lo botaba antes de hacerlo, sin la atosigante obsesión del adolescente actual por tener escaparates y más escaparates de ropa. Los cientos de metros de tela de hoy eran sustituidos simplemente por una melena hirsuta y un bigote, de los llamados “manubrio de bicicleta”.
Esa concentración de la existencia humana en el interior, desde el que se seguía con cuidado todas las sensaciones con que un mundo todavía no tan tecnificado nos bombardeaba, esa concentración en la exploración de los espacios propios, esa preferencia más por la cualidad que por la cantidad, se manifiesta en la expresión cultural más popular de nuestros tiempos: la Música. Eran los días de Pink Floyd; Emerson, Lake and Palmer; Yes; Genesis; Jethro Tull; Led Zeppelin, Kansas… Nunca después la complejidad en este arte ha estado de moda ni tan siquiera en una fracción de la que lo estuvo en aquellos años.
Envejezco, no hay duda. Y la mejor muestra es que mis ansias de progreso, de mundos maravillosos por venir, de sociedades de ciencia, claridad y orden, de predominio de la razón y el diálogo, comienzo a identificarlas con un tiempo en específico y no con alguna utopía. Ciertamente en los setentas Tubullar Bell o The Dark Side of the Moon no me inspiraban nostalgia por un tiempo ido, sino ensueños futuristas.

Nada, que quizás mi preferencia por los setentas es una muestra más de que también yo, a semejanza de mi Viejo por aquellos años, debo comenzar ya a responderle a quienes me preguntan: ¿Para dónde vas?, con un resignado “Para Viejo”.

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