martes, 16 de agosto de 2016

Los indios en Cuba, o las verdaderas utopías del Raulato.

José Gabriel Barrenechea.

Es aparentemente muy difícil definir las reales motivaciones del castrismo en base a sus actos. Es decir, que afirmar que este régimen, mediante la monopolización más completa de las posibilidades de reproducción de las condiciones de la vida humana persigue en última instancia y por sobre todo el asegurar su perduración ad aeternas, más que el bienestar común o la defensa de los más desfavorecidos, resulta un tanto atrevido.

Mas no es así. Multitud de hechos muestran a las claras que es la voluntad de persistir, de aferrarse al poder con uñas y dientes de sus jerarcas, y no el altruismo, el condicionante último del castrismo. Solo citaré un muy reciente ejemplo, la autorización a cierta empresa francesa para contratar trabajadores indios, con el fin de terminar en tiempo las obras de la Manzana de Gómez.

De acuerdo con sus supuestas motivaciones altruistas, lo más lógico habría sido que el estado castrista asumiera definitivamente la decisión de permitir que las empresas extranjeras contrataran directamente al trabajador cubano, y que estas les pagaran en su mano al mismo. El estado castrista, dizque socialista, se ocuparía de establecer el marco de defensa legal del trabajador y por sobre todo, se preocuparía de su defensa en singular. Actitud que le permitiría tener la suficiente legitimidad ante ese trabajador para imponerle un impuesto progresivo que se ocupara de gravar con mayor fuerza a quienes más cobraran. Un impuesto, no obstante, lo suficientemente realista para que no pusiera en peligro lo que se perseguía solucionar con toda esta cadena de medidas: la baja productividad del trabajador cubano debida a sus salarios de miseria.

De esta manera el estado castrista cobraría a las empresas extranjeras por su inversión y actividad en Cuba, y a los obreros cubanos una parte sensata de sus salarios en calidad de impuestos, lo que le permitiría mantener su política de subsidios a una serie de servicios cada día más esmirriados, a la vez que conseguiría que la mayor parte de lo restante de esos salarios fueran a incentivar la economía interna, evitando así que lo que dichas empresas pagan a sus trabajadores no abandonara el país casi en su totalidad, como hoy, con esta medida de traer rompehuelgas indios.

El pueblo cubano, por tanto, habría obtenido el grado óptimo de beneficio.

Por el contrario la anti nacional decisión de preferir autorizar a las empresas extranjeras a contratar trabajadores foráneos conlleva para el pueblo cubano un mínimo de beneficios: Porque si bien es cierto que lo que se obtiene directamente de las empresas inversoras se mantiene, por otra parte al pasarle los salarios a un obrero temporario en Cuba se pierde casi por completo lo que dichas empresas asignan a salarios, excepto la mínima cantidad que ese temporario gaste en Cuba para su sostenimiento personal.

La explicación de esta actitud solo puede ser una: El estado castrista prefiere perder dinero antes que este ingrese al país más allá de su control. Porque su principal temor es el surgimiento de una importante clase particular de trabajadores que no dependan de él para reproducir sus condiciones de vida, y por sobre todo, que esas muy superiores condiciones los ayuden a salirse de la burbuja ideal en que el estado totalitario castrista envuelve a todo ciudadano desde su mismo nacimiento. Para él es permisible la existencia de un amplio sector de personas que viven de las remesas, en primer lugar porque en realidad son relativamente muy pocos de ellos los que reciben cantidades apreciables, y en segundo porque tales personas no suelen tener sentimientos fraternales entre sí que lleguen a reunirlos en fuertes grupos de presión, como si lo suelen hacer los trabajadores, principalmente los manuales.

Esta decisión, de más está decirlo, crea un muy lamentable precedente. Ante la dinámica de bajísimos salarios a que somete la actual política de control social del raulato, y el consecuente bajo rendimiento del trabajador cubano, las empresas inversoras extranjeras no tardaran en negarse a operar en Cuba a menos que se les permita venir con su propio personal.

Un estado de cosas que ya se dio en la Cuba descrita por José Antonio Ramos en su Manual del perfecto fulanista. Aquella Cuba de los primeros años de República en que tumbaba la caña el bracero antillano, la molía en el central el emigrante temporario español bajo la supervisión del técnico americano, y a los cubanos solo nos quedaba lanzarnos sobre una hipertrofiada administración pública y el presupuesto oficial. Un estado de cosas al que afortunadamente se había puesto punto final con la Revolución del 30, y que había quedado refrendado en aquel artículo 73 de la Constitución de 1940 que dice:

Art. 73. El cubano por nacimiento tendrá en el trabajo una participación preponderante, tanto en el importe total de los sueldos y salarios como en las distintas categorías de trabajo, en la forma que determine la Ley. También se extenderá la protección al cubano naturalizado con familia nacida en el territorio nacional, con preferencia sobre el naturalizado que no se halle en esas condiciones y sobre los extranjeros. En el desempeño de los puestos técnicos indispensables se exceptuará de lo preceptuado en los párrafos anteriores al extranjero, previas las formalidades de la Ley y siempre con la condición de facilitar a los nativos el aprendizaje del trabajo técnico de que se trate.

Y es que ese es precisamente el socialismo próspero, sustentable y con inversión extranjera con que sueñan esos dos fósiles vivientes muy anteriores a los dinosaurios mismos, Raúl Castro y Machado Ventura: Un país en que casi toda la producción procede de empresas extranjeras, y la cual se concreta por mano de trabajadores foráneos, mientras a los cubanos solo nos cabe errabundear entre las escuelas u hospitales de nuestros hijos, subsidiados en base a los impuestos cobrados a los inversores extranjeros, y claro, asistir los primeros de mayo a patentizarles nuestro apoyo irrestricto.

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