sábado, 20 de agosto de 2016

Versión de mis palabras en el Foro Patmos II.

José Gabriel Barrenechea.

Vengo aquí como un progresista y como un luchador por la Sociedad Abierta, esa que solo se construirá cuando adoptemos como principio básico la siguiente idea de Marco Tulio Cicerón: “Mi consciencia tiene para mi más peso que la opinión de todo el  mundo”, y como cubano, o lo que es lo mismo, como heredero de la tradición más progresista al sur del río Bravo. Porque para quien no lo sabe, en primer lugar por culpa de nuestro sistema nacional de educación, que lo oculta, fue en esta Isla donde primero hubo voto universal para todos los hombres mayores de edad (1901), donde primero se aprobó el derecho al divorcio (1918), donde primero las mujeres alcanzaron con sus luchas el derecho al sufragio (1928), y donde primero lo ejercieron (1935).
Vengo, por tanto, a defender esa tradición que me permite mirarle a los ojos y tratar de igual a igual a los herederos de cualquier otra tradición nacional.
Aclaro, para entrar en materia, que salvo uno o dos desequilibrados, entre ellos a quienes su insana preocupación por el fanatismo contrario los lleva a convertirse también en fanáticos del contra-fanatismo, no existe el material para constituir una sanguinaria “V Internacional del Aborto”. Existen, eso sí, quienes defendemos el derecho de la mujer a decidir si está preparada o no para la maternidad, mientras el feto no pueda vivir independientemente de ella, en mi caso particular por oponerme a que la concepción, o el desarrollo del feto, pueda ser sacado del marco familiar para ser cedido a cualquier otra institución, estatal o no.
Aclaro también, que en mi caso particular, al no tener a los derechos como inalienables, sino como resultado de los más profundos consensos al interior de la sociedad humana, sería incluso capaz de acatar la implantación de una fuerte ley antiabortista. Pero claro, ese sería yo, un hombre, que nunca me veré en el trance de un embarazo, o lo que es lo mismo, de albergar en mi interior un ser que no pueda vivir sin mí.
Como todos los que componemos esta mesa, por cierto.
La cuestión puede parecer de simple solución, en apariencias. Solo tenemos que determinar en qué momento exacto comienza una vida humana y todo quedará resuelto. Mas, ¿cómo hacerlo?
Lo primero que nos salta a la vista es que no tenemos una definición de vida que nos satisfaga a todos; existiendo muchos que ni tan siquiera poseemos una definición positiva. No compartimos aun ni la creencia en algunas características en apariencias incuestionables. Ni tan siquiera en su irrepetibilidad, como lo demuestra la obstinación de algunos en no buscar respuestas por sí mismos, sino en tomarlas de instituciones que los amparen con toda su retahíla de normas, convenciones, visiones y respuestas estandarizadas (porque la producción de respuestas estandarizadas es muy anterior a fordismos y taylorismos).
Para algunos la vida humana comienza con la fecundación del óvulo por el espermatozoide. Para otros, todavía más radicales, si nos fijamos en su repulsión extrema a un “pecado” al que le han puesto hasta nombre, onanismo, parece acontecer incluso antes y estar relacionado por sobre todo con el padre más que con la madre. Para muchos, y escúchese bien la frase que nos viene del más remoto pasado, “cuando se da a luz”, o lo que es lo mismo, a partir del momento en que el hijo puede vivir sin la madre, y bajo la custodia de cualquier otra cosa, incluyendo una manada de lobos. Pero es que hay incluso más distinciones que nos separan: algunos relacionan ese inicio con un soplo divino, o con la asignación de un alma, mientras otros con un proceso natural…
¿Qué hacer entonces? Tenemos dos posibilidades:
Primera: Decidir que no podemos dejar que se viole nuestra particular idea de lo justo, radicalizarnos, clamar que no es  humano ceder “ni un tantico así, nada”, y llamar a la degollina de íncubos y súcubos, o sea, de los abortistas y su “V Internacional” (un nuevo fantasma recorre al mundo…)
Porque ya que nos creemos depositarios del criterio de lo justo, nos resultará imposible transar.
Segunda: Aceptar que yo no puedo imponerle a los demás mi idea de lo justo, por más que crea que dicha idea me la ha puesto Dios en la cabeza, de quien al parecer yo tengo la exclusiva, y que en consecuencia la solución solo puede surgir de un consenso libremente alcanzado.
Vivimos en sociedades altamente complejas y plurales. Sociedades que gracias precisamente a esa complejidad y pluralidad permiten la sobrevivencia de cantidades de vidas humanas que llenarían de estupor a cualquiera ocho generaciones atrás.
La sociedad contemporánea, con todo y su fragmentación (la ciencia, por ejemplo, no puede ser subordinada a la religión, ni viceversa); con todo y su establecimiento de relaciones muy distintas a las solidarias por instinto preponderantes en órdenes no extensos, ha permitido la gran explosión demográfica humana que vivimos desde hace 3 siglos, y que en el fondo no es otra cosa que la multiplicación de las vidas potenciales que se convierten en reales.
La sociedad contemporánea, u occidental moderna, podrá parecernos todo lo despiadada, lo poco afín a la solidaridad sentimentaloide de telenovela mexicana que ocupa como una atmósfera la personalidad, o el alma, de muchos de nosotros, pero solo esa sociedad ha permitido cuadruplicar la esperanza de vida (en Francia, uno de los lugares más salubres del mundo a fines del siglo XVII rondaba los 21 años) y rebajar en cincuenta la mortalidad infantil (en esa misma época la mortalidad frisaba allí el 300 por mil; siendo en el caso de las familias reales de toda Europa del 250 por mil.)
Y en este tipo de sociedad, la mujer ha conseguido los mismos derechos que el hombre, tanto a tener una vida propia, una realización personal, como a participar en la toma de decisiones.
Ante este problema del aborto, por tanto, solo cabe que consensuemos democráticamente una solución. O lo que es lo mismo, que más que aceptar como válido lo que sostenga una mayoría, seamos capaces de también tener en cuenta los reclamos de la minoría. Aunque en el balance final de los acuerdos sus aportes también sean minoritarios.
Este problema, por lo tanto, como el del racismo que hoy tanto se aparenta discutir en este país (desde incorrectos supuestos), necesitan de una sociedad que sea capaz de consensuar  democráticamente su legislación. En definitiva de un Estado Democrático de Derecho.
No existe otra solución. Cualquier otro subterfugio no será más que la imposición de un grupo sobre los demás. Imposición a la fuerza y no consensuada. Lo que en nuestro caso quizás no nos conduzca a una guerra civil, pero si a la multiplicación de los abortos ilegales, léase abortos que quedarán fuera del escrutinio público, al infanticidio, o a la proliferación de los niños no deseados, que vivirán infiernos y no infancias.
Pero además creará un precedente peligroso para el Estado de Derecho, si ya existe, o entorpecerá su establecimiento, si no.
Por eso, ahora que desde el poder en este país planean resolver el problema demográfico no mediante un real programa económico que pretenda hacer próspera a la Isla, para así motivar a tanto que no se atreven a tener hijos por nuestras tantas carencias, sino mediante una gradual prohibición del aborto, deseo advertir a cualquier institución religiosa: Pactar con un estado no democrático, pasar por encima de la voluntad popular, para en definitiva coartarle a la mayoría su derecho a consensuarse su legislación, es en definitiva una victoria harto peligrosa. Además de que fortalece a quienes hoy aplastan los derechos de sus oponentes eventuales, capacitándolos para mañana aplastar las de esas mismas instituciones religiosas, abre en un final las puertas a dos posibilidades en verdad aterradoras:
Primera: Al re-establecimiento de una sociedad pre-pluralista, pre-occidental moderna, con sus intrínsecas altísimas tasas de mortalidad infantil, y bajísimas expectativas de vida, y por lo tanto con el crecido número de vidas potenciales que ya nunca podrán concretarse.

Segundo: Al establecimiento de una sociedad como la descrita por Aldous Huxley en su Un Mundo Feliz. Una sociedad en que es verdad, los niños “in vitro” ya no necesitan de madres para su desarrollo, y por lo tanto en la que ya no tendremos que preocuparnos por posibles conflictos de derechos entre el feto y la madre. Pero a cambio, nada menos, que de permitir la asunción por el estado de la más absoluta potestad sobre los individuos: la de concebirlos.

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